Por Roberto Blancarte

El debate sobre el uso ostentoso de símbolos religiosos en la escuela pública francesa parecería un poco desfasado respecto a lo que está sucediendo en las sociedades contemporáneas. El problema no es el del lugar de los símbolos religiosos en una sociedad secularizada, sino el sentido que les estamos dando.

En Francia se ha generado un debate de enormes dimensiones acerca del uso evidente u ostentoso de símbolos religiosos en la escuela pública. Es la nueva edición de una relativamente vieja discusión acerca del “foulard” o velo islámico, que desde hace quince años regresa recurrentemente a dicho país y sacude una tradicional visión del papel de las creencias religiosas y sus manifestaciones exteriores en el espacio público por antonomasia laico, es decir el de la escuela. El debate parecería caduco, sobre todo en una época, como la navideña, en la que los símbolos y mensajes religiosos no sólo aparecen en la escena pública, sino que son el centro de la misma. Y aunque la Navidad en Francia no tiene ciertamente la misma marca consumista que en Norteamérica, ciertamente allí como en el resto de Occidente, cada vez cuesta más trabajo a los ministros de culto recordarles a los feligreses que la fiesta debe ser sobre todo religiosa. En este marco, la prohibición de los símbolos religiosos, a partir de una ley específica, parecería no sólo cuestionable sino sobre todo innecesaria.

Vale la pena recordar el contexto del último incidente que ha visto a Francia sacudirse entre la tolerancia y la prohibición, entre el miedo a la pérdida de identidad y la seguridad de que la diferencia no hará mella en el corazón de la República laica. Aunque ya hubo diversos y repetidos casos en los que distintas mujeres, sobre todo adolescentes que portaban el “tchador” o velo islámico, se veían expulsadas de la escuela por tal motivo, el último incidente fue todavía más sintomático de la complejidad del problema: en este caso las involucradas no eran musulmanas de nacimiento u originarias de una familia de emigrantes magrebinos. No; en este caso se trataba de dos chicas adolescentes, que viven en un suburbio de París, hijas de un judío casado con una cristiana, ninguno de los cuales es practicante. Las muchachas, por alguna razón (sea por llamar la atención, sea por el verdadero interés en descubrir una religión que nunca tuvieron en casa, sea por cualquier otro motivo que escapa a nuestro entendimiento), simple y sencillamente “se convirtieron”, o más bien “adoptaron” el islam. ¿Puntada de adolescentes para provocar a sus papás o verdadero entusiasmo religioso? Lo cierto es que las chicas comenzaron a acudir a su escuela con el velo y más pronto que tarde fueron expulsadas, después de no haber escuchado algunas advertencias. Lo curioso es que los papás tomaron las cosas con más calma que las propias autoridades y, aunque no están contentos con la situación religiosa de sus hijas, las apoyan en su lucha por reivindicar su identidad religiosa y el derecho a expresarlo incluso en la escuela pública.

Una de las consecuencias del asunto fue la creación de la Comisión asesora del Presidente de la República, Jacques Chirac, para asuntos relativos a la laicidad. La comisión ha sido llamada comúnmente “Stasi”, por el nombre de quien la preside (Bernard Stasi). Pero en ella participan personajes igualmente distinguidos como nuestro colega, el profesor Jean Bauberot, quien en diversas ocasiones nos ha acompañado en nuestro país, para ofrecer pláticas en El Colegio de México, precisamente sobre el tema de la laicidad. Es esta comisión la que ha recomendado una ley que limite el uso evidente u ostentoso de símbolos religiosos en la escuela pública. Esto implica la prohibición del velo islámico, pero también de la kipa judía y de los crucifijos “grandes”. Por el contrario, la Comisión sugirió que la República francesa celebrara algunos días festivos del islam y del judaísmo, equiparando de alguna manera las festividades cristianas insertas en el calendario civil, como la Pascua o la Navidad.

Las críticas no se han hecho esperar, tanto por parte de los sectores religiosos que consideran estas medidas un atentado a sus libertades, como de los ultraliberales, los cuales no entienden la lógica de las restricciones a dicha libertad, en el marco de un Estado que garantiza el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos a expresar sus convicciones y a ponerlas en práctica, siempre y cuando no se atente en contra de los derechos de terceros, o de la moral y el orden públicos. El asunto parecería de fácil solución. Después de todo, ¿qué peligro puede representar para la República laica francesa el uso del velo islámico, de la kipa o de un crucifijo en la escuela pública? Todas estas medidas más bien huelen a viejo anticlericalismo y neopositivismo de dudosa reputación. Sin embargo, el asunto es más profundo de lo que se ve en la superficie.

El debate sobre las características del Estado laico tiene que ver con el debate entre multiculturalistas y liberales. Los primeros, en términos generales, proponen una nación de muchas culturas, donde cada una tenga la capacidad de expresarse y vivir en el conjunto social con una cierta autonomía cultural y jurídica. Un claro ejemplo de ello serían las autonomías españolas, pero también las reservas regionales indias en Canadá. Hay, por supuesto, muchas posiciones dentro de esta corriente, desde las que proponen una convivencia complementaria y retribuyente, en el respeto de un ideal común, hasta los que favorecen una gestión totalmente autónoma de la vida comunitaria desde la propia cultura. Estos son, por ejemplo, algunos de los grupos de musulmanes radicales, para quienes su permanencia en Francia no supone compartir ninguno de los ideales comunes de dicha sociedad; quieren escuelas especiales, para mantener sus valores específicos. Pero lo mismo sucede con algunos grupos de ultraderechistas cristianos, que no quieren tener nada que ver con una República surgida de los ideales de la Revolución de 1789. Es debido a estos grupos radicales y no a los cinco millones de musulmanes franceses (inmigrantes o no), por los que la Comisión Stasi ha decidido hacer las recomendaciones antes señaladas. Desde la perspectiva liberal, una nación debe mantener una serie de valores comunes (como la democracia, el respeto a los derechos humanos, la libertad, la tolerancia, etc.) que el multiculturalismo en algunas de sus versiones pone en entredicho. Y esos valores se enseñan en la escuela pública, la cual por lo mismo debe ser preservada de influencias “sectarias”, sean religiosa, culturales o de cualquier otro tipo. El objetivo de la Comisión no es entonces perseguir a quienes portan símbolos religiosos, sino preservar el espacio de la escuela pública, libre de quienes quieren convertirlo en medio de proselitismo velado. De allí la distinción (que ciertamente parece un poco ridícula) respecto al tamaño del crucifijo que se podría portar; una grande supone un intento de influir sobre los demás, mientras que uno pequeño tiene propósitos religiosos más bien individuales. Lo mismo sucede con los otros símbolos religiosos. Me pregunto si en esta cuestión no se está actuando como cuando se prohibía el cabello largo en las escuelas y se alentaba así el uso del mismo, como signo de rebeldía o independencia. Me pregunto si permitir el uso del velo a adolescentes musulmanas provocaría un aumento o una caída a largo plazo del fervor religioso. Me pregunto también, como muchos otros lo hacen, si dejar fuera del sistema escolar a estas mujeres no es una manera de cerrarles la puerta a la única fuente real de libertad, es decir la de la educación. Un poco como el problema que aquí en México hemos enfrentado con los niños testigos de Jehová, a quienes durante mucho tiempo se les quiso negar el acceso a la educación por sus creencias religiosas.

En todo caso, en esta época de Navidad, resulta todavía más evidente la paradoja del lugar de lo religioso en nuestras sociedades modernas y globalizadas. Sobre todo porque los símbolos religiosos están cada vez más secularizados y al servicio del consumismo más vulgar. Y sin embargo allí están y son incluso promovidos por el Estado laico; desde el árbol de Navidad hasta el paseo de Santa Claus por la Avenida Reforma a cargo de una compañía refresquera. Desde esa perspectiva, el problema no parecería ser el de la existencia de estos símbolos, sino del sentido que les estamos dando.